Juan Pedro Dominguez Naranjo REUNIDOS PARA RECORDAR Y ORAR POR FALI
El día 24 de agosto, celebramos en la parroquia de La Palma de El Puerto de Santa María una misa por Fali, la mujer de Juan Pedro, un antiguo alumno de Pilas. Juan Pedro me pidió que ambientara con una moción introductoria la celebración en una iglesia abarrotada de familiares ...y amigos. Esta fue la monición, con la que abro mis artículos en el presente curso 2010-2011.
“No tengo miedo. Lo único que siento es separarme de mis hijos y de Juan Pedro, este hombre que ha estado de servicio permanente desde hace muchos días. Me siento frágil, ya no tengo ni siquiera masa muscular para sostener mi cuerpo. Estoy en espera de lo que Dios quiera.” Fali, unos días antes de su muerte me dijo todo esto con esperanza en Dios y agradecimiento a su compañero Juan Pedro.
Yo estaba allí por un mensaje de un antiguo alumno –Sevilla-. Me anunciaba que Fali, la mujer de Juan Pedro Naranjo, acababa de fallecer. Inmediatamente llamé a Eliseo y fuimos a su casa. Encontramos a Juan Pedro, a su cuñada y a Fali en el salón. Ella era consciente de su situación y lo dijo con esas palabras que acabo de transcribir. Una semana más tarde, Manolo Cruz Vélez me enviaba otro correo diciéndome que Fali acababa de morir.
Mientras hablaba, se me vino a la mente el drama de tantas mujeres que sufren y mueren solas en el mundo o a manos de sus compañeros. Y pensé en el adagio oriental: “Hombre, no hieras a la mujer ni con el pétalo de una rosa”. Y habría que añadir: “ni con el pensamiento.” Pues ni siquiera en el verano han hecho tregua los criminales.
Fali, como cualquier mujer, sabía bien el secreto de Dios. La mujer es la única que puede explicar el misterio de la Vida y a ella fue confiada el mantenimiento del ser humano. Su carne no es como la nuestra, porque en ella hay algo de divino. Aún la mujer más vil del mundo, es consciente de que puede producir vida. Si el amor de Dios se parece a algo es, sin duda, al amor de una madre.
Juan Pedro, con Fali de cuerpo presente en el tanatorio de Jerez, me dijo: “Lo único que le pedí a Dios es que, si había llegado su hora, le concediera una muerte sin sufrimiento, una muerte en paz, un tránsito en reposo. Y se lo ha concedido. Ahí está con una sonrisa en los labios, bella como en sus mejores momentos.” Sus mismos hijos mostraban rostros serenos, como si Fali aún estuviera con vida.
Y todos cuantos pasamos a verla y a despedirnos de ella, salimos con caras de satisfacción, como si quisiéramos decir: “¡Cuánto reposo debe haber cerca de esa nueva luz y cuánta paz!”. Para un adulto, sin embargo, sabemos que la pérdida más dura es el fallecimiento de la pareja. Unamuno decía: “Ella era mi costumbre. Desde que murió, he quedado sin rumbo, desacostumbrado.” Otro poeta ha dicho: “Es lo más inoportuno que me ha sucedido, lo más injusto, un enorme agujero de soledad que no acabo de llenar.” El cristiano acude a Dios, porque sabe que de alguna manera el ser querido que ha muerto sigue presente, aunque esté ausente. “Juan Pedro, hijos, familiares y amigos, nos queda la esperanza, que no es otra cosa que la continuidad de la fe. Y la esperanza en Cristo nos dice que un día nos tendremos que encontrar. Por eso estábamos allí”.
JUAN LEIVA.-04/09/2010
El día 24 de agosto, celebramos en la parroquia de La Palma de El Puerto de Santa María una misa por Fali, la mujer de Juan Pedro, un antiguo alumno de Pilas. Juan Pedro me pidió que ambientara con una moción introductoria la celebración en una iglesia abarrotada de familiares ...y amigos. Esta fue la monición, con la que abro mis artículos en el presente curso 2010-2011.
“No tengo miedo. Lo único que siento es separarme de mis hijos y de Juan Pedro, este hombre que ha estado de servicio permanente desde hace muchos días. Me siento frágil, ya no tengo ni siquiera masa muscular para sostener mi cuerpo. Estoy en espera de lo que Dios quiera.” Fali, unos días antes de su muerte me dijo todo esto con esperanza en Dios y agradecimiento a su compañero Juan Pedro.
Yo estaba allí por un mensaje de un antiguo alumno –Sevilla-. Me anunciaba que Fali, la mujer de Juan Pedro Naranjo, acababa de fallecer. Inmediatamente llamé a Eliseo y fuimos a su casa. Encontramos a Juan Pedro, a su cuñada y a Fali en el salón. Ella era consciente de su situación y lo dijo con esas palabras que acabo de transcribir. Una semana más tarde, Manolo Cruz Vélez me enviaba otro correo diciéndome que Fali acababa de morir.
Mientras hablaba, se me vino a la mente el drama de tantas mujeres que sufren y mueren solas en el mundo o a manos de sus compañeros. Y pensé en el adagio oriental: “Hombre, no hieras a la mujer ni con el pétalo de una rosa”. Y habría que añadir: “ni con el pensamiento.” Pues ni siquiera en el verano han hecho tregua los criminales.
Fali, como cualquier mujer, sabía bien el secreto de Dios. La mujer es la única que puede explicar el misterio de la Vida y a ella fue confiada el mantenimiento del ser humano. Su carne no es como la nuestra, porque en ella hay algo de divino. Aún la mujer más vil del mundo, es consciente de que puede producir vida. Si el amor de Dios se parece a algo es, sin duda, al amor de una madre.
Juan Pedro, con Fali de cuerpo presente en el tanatorio de Jerez, me dijo: “Lo único que le pedí a Dios es que, si había llegado su hora, le concediera una muerte sin sufrimiento, una muerte en paz, un tránsito en reposo. Y se lo ha concedido. Ahí está con una sonrisa en los labios, bella como en sus mejores momentos.” Sus mismos hijos mostraban rostros serenos, como si Fali aún estuviera con vida.
Y todos cuantos pasamos a verla y a despedirnos de ella, salimos con caras de satisfacción, como si quisiéramos decir: “¡Cuánto reposo debe haber cerca de esa nueva luz y cuánta paz!”. Para un adulto, sin embargo, sabemos que la pérdida más dura es el fallecimiento de la pareja. Unamuno decía: “Ella era mi costumbre. Desde que murió, he quedado sin rumbo, desacostumbrado.” Otro poeta ha dicho: “Es lo más inoportuno que me ha sucedido, lo más injusto, un enorme agujero de soledad que no acabo de llenar.” El cristiano acude a Dios, porque sabe que de alguna manera el ser querido que ha muerto sigue presente, aunque esté ausente. “Juan Pedro, hijos, familiares y amigos, nos queda la esperanza, que no es otra cosa que la continuidad de la fe. Y la esperanza en Cristo nos dice que un día nos tendremos que encontrar. Por eso estábamos allí”.
JUAN LEIVA.-04/09/2010